Locales Nacionales

Una historia de fantasmas, por Jorge Rafael Madrid Mejía

Duermo siempre con una navaja o algo que pueda usar como arma a mi lado. Vieja tradición en mi casa. Vivo en un barrio que no es precisamente tranquilo y siempre he tenido el miedo de que alguien entre mientras duermo y me haga daño.

Tenemos problemas con los vecinos, siempre ha sido así. Nos han aventado piedras, nos han rayado carros, han empezado rumores. Todo comenzó desde 1973. El abuelo de mis vecinos se llevaba mal con mi abuela, sus hijos se llevaban mal con mis padres, y estoy bastante seguro que yo también me voy a llevar mal con sus hijos. Dejando de lado el conflicto, recientemente falleció el abuelo de esos vecinos.

Las paredes entre casas son delgadas y podía escuchar los llantos de sus hijos por las noches. Los que lo conocían en el barrio le llamaban “El Chino”, no me pregunten por qué. No tuve mucho trato con él, a la distancia lo veía y me daba muchísimo miedo alguna vez llegarme a cruzar con él.

Un borracho de dos metros que en su juventud cargaba tres costales de cemento a la vez, a cualquiera le daría miedo. Lo que sí siempre recordaré es que nunca lo vi sin sus botas. A donde fuera, o cómo estuviera, siempre llevaba botas a todas partes.

Mi abuela me llegó a contar que un día tuvo que hablarle a la policía porque se había metido en un rincón de nuestra casa. Se necesitaron siete policías para sacarlo…

Una noche, tres días después de fallecer, escucho claramente cómo la puerta principal de mi casa se abre. Lo supe bien porque es de esas puertas de metal que rechinan si no las tienes bien aceitadas.

Me levanté rezando para que fuera sólo el aire el que había abierto la puerta. Me asomé al pasillo con navaja en mano. Luego a la pequeña estancia que tenemos en la entrada. Luego a las afueras de mi casa. Nadie. Yo me había levantado tan rápido que me hubiera topado en el pasillo a cualquiera que hubiese entrado. ¿Quién jugaba conmigo? Me aseguré de dejar cerrada la puerta, di un último vistazo por aquí y por allá, y volví a la cama.

Al estar mal dormido, nadie es bueno contando el tiempo, pero quizás veinte o treinta minutos después, volví a escuchar algo, esta vez en el pasillo. Pasos.

Pasos firmes. Pasos fuertes. Como si alguien paseara por el pasillo de mi casa sin importarle que fueran altas horas de la noche. Alguien se acercaba a la habitación.

Tomo rápidamente la navaja y me pongo en guardia. Podría entrar en cualquier momento al cuarto y atacar a mi mamá o a mí.

Pasaron los minutos… pasaron las horas… Reuní suficiente valor como para volverme a asomar al pasillo. En completa oscuridad, me bajo de mi cama, camino temblando del miedo, y abro la puerta lo suficiente para sacar mi cabeza y ver.

Nada. Los pasos seguían pero al abrir la puerta, puf… como si nada, pararon.

Era imposible haber escuchado pasos para luego abrir la puerta y no ver a nadie. Era un pasillo, ¿dónde se podía esconder quien anduviese ahí?

Salí ya más calmado, prendí la luz, caminé un rato por la casa. Nada. No faltaba nada, nada se había caído, no había huellas, nada de nada.

Aquello me puso la piel de gallina. Apagué la luz y corrí de nuevo a mi cama.

Debían de ser las tres de la madrugada cuando, de entresueños, escucho algo. Y lo escucho tan claro como el agua. Unas botas…

Unas botas caminando por las afueras de la ventana en la habitación.

Paso. Paso. Otro paso.

Un sudor frio en mi frente, acompañado con los pasos de esa persona y solamente… una sombra. Una sombra reflejada en las cortinas de la ventana. Y así como llegaron, los pasos se detuvieron, al igual que la sombra.

En eso, algo, como la punta de un dedo, da golpes a la ventana. Un golpe, otro golpe, otro golpe. Cada vez más fuerte. Mi corazón latía como loco.

Estiré mi mano para correr la cortina, pero dudé. Tenía miedo. Tenía mucho miedo… Mis dedos se aferraron a la tela de la cortina y… jalaron.

Era una figura blanca, pálida, con barba, sombrero, ojos violentos. El miedo se apoderó de mí. Esos ojos oscuros no me quitaban la mirada de encima. Sentía las ganas de correr o de al menos gritar, pero no podía. No podía moverme, apenas podía respirar. El miedo me paralizó.

La figura levantó un dedo señalándome, enojado, abrió la boca y una rápida ráfaga de aire sacudió las cortinas. Un fuerte ¡JA! como trueno se escuchó en la habitación. Y así, volví en mí.

Moví las cortinas, busqué en el pasillo, salí de la casa, nadie por ningún lado. Me quedé pensando en la figura, en su expresión, en ese último ¡JA!

“El Chino” había vuelto de la tumba para aterrorizarme una última vez. No lo volví a ver.