A estas alturas del moderno siglo XXI, todos conocemos a alguien que vive día y noche en Facebook, o que no se separa de su celular incluso a la hora de cenar.
Al menos puedo decir que yo era alguien así. Hola, me llamo Raúl, tengo 29 años y era adicto a las redes sociales.
Pasaba al menos siete horas conectado todos los días.
De pronto me di cuenta que mi vida social entera giraba alrededor de Facebook y Whatsapp. Los “te quiero” los mandaba y no los decía, me entusiasmaba con likes, mis citas románticas eran a través de videollamadas con mujeres que nunca jamás vería porque vivían a cientos de kilómetros de mí, y me creía todo un intelectual publicando estados de poesía y filosofía en mi muro.
No me daba cuenta que en realidad podía salir y hablar cara a cara con personas.
Quizás salir y hacer ejercicio en un parque. Ir a leer en un restaurante tranquilo. Tomar una cerveza en un bar mientras miraba algún partido. Mi vida se había vuelto salir sólo para trabajar y pagar las cuentas, volvía por la tarde y me encerraba en casa.
Muy de pronto me percaté de todo esto. Mi vida social era una fantasía.
Noté que una persona tímida y callada puede insultarte, amenazarte o burlarse con toda la seguridad del mundo a través del chat, pero en persona no se atreve a decirte nada. Noté que por internet se hacían llamar mis amigos, pero me fallaban a la hora de necesitarlos en vida real. Indirectas, quejas, insultos. Es como si la gente vaciara su basura mental en Facebook y después yo me la guardara.
Podría haber estado al final de mis días, mirar atrás y haber creído que lo más grande que pude hacer en mi vida fue haber tenido tres mil contactos. No es esa la vida que quisiera para mí, ni para nadie.
¿Qué tal si salgo? ¿Qué tal si hablo con mi vecino? ¿Qué tal si ahorro e intento viajar a la playa? ¿Qué tal si me enamoro?
Voy a salir. Respirar aire fresco, conocer gente nueva, sonreírle a desconocidos, tener logros, solucionar problemas reales del mundo real. ¿Qué tan difícil puede ser hacer todo eso y más?
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